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Mañanitas
Antes
y después. Antes y después de la dictadura. Antes y después del 24 de marzo
de 1976. La vida dividida, atravezada por la vara oscura de una fecha
inolvidable. Después nada sería igual, aunque no lo supiéramos. Una fecha
como dardos arbitrarios arrojados a un blanco confuso en la tabla del destino. Y
en la madera labrada estaban el exilio, el refugio, la ignorancia, la
indiferencia, los días reprimidos y apretujados. Hijos de ese número de pocas
cifras, devorados y escupidos por un proceso que nos procesó como datos
promisorios de un soft maldito.
Todo empezó muy temprano, a la hora en que los dís se
confunden, cuando hoy es todavía ayer, pero es hoy, es el 24 de marzo. Son las
cero y cuarenta y cinco. La Casa Rosada está vacía, los guardias cumplen su
rutina, escondiendo, quizás, algún mandato secreto. María Estela Martínez de
Perón, Isabelita, la primera presidente mujer de los argentinos, sale de la
Casa de Gobierno, se monta a un helicóptero que la llevará a Olivos pero nunca
podrá aterrizar en el verde jardín de su residencia. El aparato recibió la
orden de desviarse a Aeroparque. Un militar le informó que había dejado de ser
presidente. Cesaba en sus funciones, simplemente cesaba. Ella quiso imponer la
solidez de su título, compasivamente le sugirieron que no molestara. "Suba,
señora."
Era el golpe. Llegaba la realidad de una crónica fuertemente
anunciada. A las tres y veintiuna, por la cadena nacional de radio y televisión,
los que todavía estaban despiertos pudieron escuchar el comunicado número uno
del gobierno de facto, sonorizado por los inconfundibles compases de una marcha
militar, anunciando que el país se encontraba bajo el control operacional de la
]unta de Comandantes Generales: Videla, Massera, Agosti. Tierra, agua y aire,
elementos oficiales de un complot nada elemental.
Radio Colonia sonaba a tope dando una versión más detallada
de los hechos, pero los hechos fueron, también, según quienes los vivieron.
Fito Paez todavía vivía en Rosario, todavía compartía la
cama con su abuela. A la hora del primer comunicado estaba durmiendo y no
recuerda vestigios de haber soñado. Tenía trece años y tenía inocencia. Todo
empezó a enrarecerse. En la casa, las mujeres, su tía y su abuela, prendían
todo lo que pudiera dar alguna información. Prendían la radio, prendían la
tele. El golpe televisado. Pero también en vivo. A dos cuadras, en el barrio,
había un regimiento que llenó las veredas del vecindario, incluso la de Fito,
de tanques y soldados. La tía fué hasta el almacén, la heladera estaba medio
vacía. Los soldados no la dejaron volver, no le permitieron entrar a su propia
casa. Fito vivió cinco horas de angustia, entre él y su tía estaba la pared y
estaban los soldados. Itacas, armas, el miedo. No imaginó que eso pudiera
cambiar su vida. Su tía, una persona mayor, volvió sin un rasguño pero con el
corazón apretujado.
Laura Ramos estaba en Despeñaderos, Jorge Lanata en un
colectivo, Guillermo Kuitca salía para el colegio, y la Junta ya iba por el
tercer comunicado.
Laura Ramos tenía diecinueve años y vivía en la finca que
su padre tenía en el campo. Despeñaderos se llamaba el sitio, aunque su abuela
insistía en rebautizarlo "Desamparados". Su padre, el político
Abelardo Ramos, había dejado la casa la noche del 23 de marzo con un destino
incierto y clandestino. No le era difícil suponer lo que ocurriría en las próximas
horas. Su finca campestre amaneció la mañana siguiente rodeada de militares.
Laura estaba adentro, asustada, junto a su madrastra y a sus hermanos, esperando
que todo pasase rápido. Los militares se llevaron arrestadas a algunas personas
que fueron liberadas tiempo después. Laura estuvo dos meses sin saber nada de
su padre, también estuvo dos meses sin poder salir del campo, encerrada entre
las alambradas de Despeñaderos.
A la mañana muy temprano, Jorge Lanata volvía del centro.
Viajaba en colectivo. El colectivo fue detenido y requisado pero él siguió,
ligeramente distraído, concentrado en el dia de trabajo que había pasado,
escuchaba cómo la gente a su alrededor comentaba: "Uy, hay golpe!".
Tenía quince años, miraba por la ventanilla, estaba en Avenida de Mayo y Maipú,
allí todo parecía tranquilo y por los comentarios sorprendidos de la gente se
enteraba, casualmente, de que empezaba la dictadura. Era periodista de Radio
Nacional, acreditado en la Casa de Gobierno. Por ese entonces para Lanata el
oficio simplemente consistía en leer con prolijidad los cables para su medio y
cerrar sus transmisiones diciendo con camuflada voz adulta: "Transmitió
Jorge Lanata desde Casa de Gobierno".
Guillermo Kuitca se había levantado tan temprano como siempre.
Estaba en tercer año bachiller y tenía que ir al colegio y marcar la entrada
antes de las ocho menos cuarto. Por algún motivo olvidado, esa mañana no se
cruzó con sus padres y, como siempre, no escuchó la radio. El portero del
colegio lo paró en el portón de entrada y le dijo con ternura: "No, pibe,
hoy se suspendieron las clases. Hay golpe de Estado".
Miguel Rep caminaba por la calle Boedo. Iba para la panadería
con su madre. Un vecino les contó que había llegado el golpe. Rep y su mamá
escucharon la noticia con tristeza pero, de todos modos, entraron a comprar el
pan de cada día.
Diego Maradona todavía vivía en Villa Fiorito y le faltaban
pocos meses para pasar a la primera de Argentinos Juniors. Ese día no estaba
previsto ningún entrenamiento; por lo tanto, no entrenó. Durmió hasta las
once, escuchó las noticias por la radio, una música desagradable perturbaba su
mañana pero nada alteró su rutina.
Alejandro Agresti estaba en tercer año de la secundaria. Al
levantarse, su papá, con la radio encendida, le dijo que algo terrible había
ocurrido. "Hijo, volvieron los milicos."
Pedro Aznar escuchó la marchita por la tele y enseguida supo
que algo deleznable se avecinaba. Cuando salió a la calle, la luz estaba más
baja que de costumbre o, al menos, eso le pareció. Había carros de policia.
Tuvo miedo y la sensación de que por todas partes corria un viento helado. El
cielo estaba púrpura, oscuro como el destino.
Martín Caparrós estaba en Londres. Trabajaba como camarero
en un pub. Mientras atendía a una clienta, le fisgoneó el diario. El titular
decía: "Golpe de Estado en Argentina".
Juana Molina estaba a punto de tomar el colectivo junto a su
hermana Inés para ir al colegio. Una señora las paró en la calle y les sugirió
que se volvieran a sus casas, habia caído el gobierno. Juana despertó a su
madre. Se armó revuelo en la familia. Por esa reacción intuyó que algo
peligroso estaba empezando a ocurrir.
Rodrigo Fresán ya vivía en Caracas, Venezuela. Una
discutible imprudencia de su madre, que militaba y estudiaba en la Universidad,
apuró a su familia a un prematuro exilio. El 24 de marzo, como cada día,
prendió la tele, por ella se enteró del golpe, lo miró como a una serie de
aventuras, como a un capítulo más de Misión imposible, pero la cinta no se
autodestruyó en treinta segundos, siguió rodando con un libreto de zozobra
durante siete años.
Esa mañana senaló con una cinta flúor el resto de nuestro
recorrido. Si esa mañana no hubiese existido, estas cosas no habrían,
probablemente, pasado.
Juan Forn, en su viaje por Europa, habria vivido de otro modo
su estadía en Sitges, una ciudad balnearia de Cataluña. Allí no se hubiese
cruzado con un grupo de exiliados, todos mayores que él, que le mostraron qué
pasaba realmente en el pais que acababa de dejar. No se hubiese encontrado con
esos militantes por los derechos humanos y no hubiese sido él un militante
culposo por esos asuntos. Probablemente tampoco hubiese ido a Las Ramblas de
Barcelona a cantar reivindicatorias canciones de Daniel Viglietti y Silvio
Rodriguez con voz de dudoso timbre porque nada de eso hubiese sido necesario.
Guillermo Kuitca hubiese usado su inmenso taller del Once sólo
para pintar. No tendría por qué haberlo prestado para reuniones clandestinas
del PST (Partido Socialista de los Trabajadores) o de la FJC (Federación
Juvenil Comunista). No tendría que haberse arriesgado a que dos partidos
opositores pero antagónicos lo acusasen de ser el enemigo o a que le
clausurasen el taller por uso de prácticas prohibidas.
Los montoneros no hubiesen acusado en París a Martín Caparrós
de vender su pasaporte por un fajo de billetes, cuando él, en realidad, lo
perdió estúpidamente. Tampoco lo hubiesen expulsado de su movimiento -aunque
él ya se habia alejado solito y en Buenos Aires -por esa supuesta grave fata y
él no hubiese tenido que cruzar la frontera francoespañola después de una
larga e infructuosa caminata; no se hubiese tenido que someter al juicio de
sospecha de un camión que lo recogió y lo cruzó, sin documentación, y lo
ayudó a pasar a Francia amparado en la confianza de la rutina de ese cruce.
Martín Caparrós, probablemente, no hubiese estado tantos años en Europa,
primero exiliado, después acostumbrado. Probablemente no.
María Nova hubiese leído otras noticias en The Buenos Aires
Herald. No hubiese leído los editoriales bilingues de cada viernes en los que
se daba cuenta de la ronda de las madres de desaparecidos en la Plaza de Mayo.
Ese relato no habría existido porque no habría tenido realidad sobre la que
dar cuenta. No se hubiese afiliado a ningún partido de izquierda ni hubiese
demorado su carrera en la lucha por derrocar a la dictadura.
Juana Molina no hubiese vivido en París porque su padrastro,
Pino Solanas, no tendría que haberse exiliado. Jorge Lanata no hubiese tenido
que dejar de hacer periodismo para no verse obligado al encubrimiento. Rodrigo
Fresán y Alejandro Rozitchner no hubiesen vivido en Caracas. Diego Maradona no
hubiese jugado el mundialito japonés obligando a mezclar la euforia de los
goles con las largas colas de denunciantes en la Avenida de Mayo, en la sede de
la OEA, ante la llegada de la Comisión Internacional de Derechos Humanos.
Marcelo Moura no hubiese padecido la desaparición de su hermano mayor, Jorge,
ni hubiese tenido que sufrir un humillante peregrinaje para dar con su paradero.
Alejandra Flechner no hubiese tenido que vivir con el corazon en la boca,
conviviendo con la posibilidad de que secuestraran a sus padres o a los padres
de algunos de sus amigos. Rozitchner y Fresán no hubiesen conocido la extrañeza
de crecer en el Caribe, entre la violencia de Caracas y la frivolidad de la isla
Margarita.
La cinta flúor de nuestro recorrido hubiese marcado otro
rumbo. Nunca sabremos cuál y nunca sabremos cómo.
Pero seguramente se podría haber evitado esta parte del
relato:
Un camión vulgar y algo sucio estacionó sin estrépito en
una calle bulliciosa de un barrio porteño. "Sustancias alimenticias"”
decía la leyenda ostentosa escrita en uno de sus costados. Los que se bajaron
del camión, hombres que no parecían repartidores de comida, introdujeron a
golpes a una chica de dieciséis años, embarazada, frágil, asustada. Era
Alicia Elena Alfonsín de Cabandia. El camión se tragó su vida y la de su bebé?
nacido en cautiverio. Era la primavera de 1977. El sol amagaba con entibiar pero
apenas se notaba.
Claudio Román Méndez tenía dieciséis años la madrugada
de julio de 1976 en la que fue secuestrado en la ciudad de Córdoba. Un mes
después, su nombre apareció en un diario local: "Muerto en un
enfrentamiento", decía el titular que citaba a una fuente del ejército.
Al reconocer el cadáver, los padres de Claudio supieron que no había parte en
el cuerpo de su hijo que no estuviera lacerada, demostrando que había sido
destrozado por brutales torturas. Hoy tendría treintaypico. Como también lo
tendrían los chicos y chicas que en la noche del 16 de setiembre de 1976
desaparecieron en La Plata en la llamada "Noche de los lápices"”.
Ellos son: Horacio Ungaro, Daniel Rasero, Francisco Muntaner, María Claudia
Falcone, Víctor Triviño, Claudio de Acha y María Claudia Ciccioni. Otros
doscientos cincuenta chicos y chicas de entre trece y dieciocho años fueron
secuestrados en sus casas, en las calles o a la salida de los colegios. Después
fueron asesinados. Ellos son los que nunca tendrán treinta.
Si esa mañanita no hubiese existido, quién sabe qué
historia hoy estaríamos contando.